Como si cargaran la tragedia a cuestas
Luego de unas torrenciales lluvias, en septiembre de 2021 se desbordó el río Neverí, que atraviesa el norte del estado Anzoátegui y desemboca en el mar Caribe. Cientos de familias quedaron damnificadas. Cuando escampó, el fotógrafo Samir Aponte se acercó a una zona rural de Barcelona y se encontró con una comunidad de waraos. Desde entonces, comenzó a visitarla con el genuino interés de entender su realidad.
Siempre veía a indígenas mendigando en las calles de Barcelona y Puerto La Cruz, dos ciudades ubicadas, una al lado de la otra, en el norte del estado Anzoátegui, al oriente de Venezuela, donde vivo. Soy fotógrafo y llevo años retratando la realidad de comunidades vulnerables en estas calles. Más que una línea de trabajo, esto es para mí un proyecto personal. Por eso, le dedico mucho tiempo: afino mi mirada, me detengo, trato de ver más allá.
Me llamaba mucho la atención esa imagen que me topaba de tanto en tanto en los semáforos. Hombres y mujeres, de alguna etnia indígena, con sus hijos famélicos en brazos, extendiendo las manos para que desde los carros cualquiera les diera alguna ayuda: comida, dinero, ropa, lo que fuera.
Pero no fue sino hasta septiembre de 2021 cuando conocí y me conmoví con sus historias.
Por aquellos días había llovido. Mucho. Fue tal el aguacero que se desbordó el río Neverí, el principal afluente de agua que cruza buena parte del norte del estado y desemboca en el mar Caribe. Unas nueve localidades se vieron afectadas y cientos de familias quedaron damnificadas. El gobernador de la entidad, Antonio Barreto Sira, decretó “estado de necesidad y urgencia”.
Cuando escampó un poco, me dirigí a las zonas rurales distantes de los centros urbanos para documentar los estragos que habían causado las lluvias en quienes allí vivían. Fue así que llegué a una comunidad warao. Me gané la confianza de la gente porque, desde el principio, les dejé claro que me interesaba genuinamente conocer lo que les pasaba. No tomar fotos e irme: quería estar allí, permanecer.
Algunas viviendas se habían venido abajo con el diluvio que acababa de cesar. Comencé a visitarlos frecuentemente, a entender cómo se organizaban, cómo era su día a día, cuáles eran sus problemas. Siempre trataba de llevarles donaciones. Y les llevaba cámaras desechables y les enseñaba a tomar fotos, con la idea de que ellos mismos pudieran documentar su realidad.
En algún momento me contaron que eran desplazados. Habían llegado allí desde Barrancas del Orinoco, un pequeño pueblo del vecino estado Monagas, al borde del río Orinoco; pero sobre todo de los caños del delta del Orinoco, en el extremo este de Venezuela: caseríos alejados de Tucupita (la capital de Delta Amacuro), en los que faltaba todo: alimentos, medicinas, atención sanitaria, servicios básicos y fuentes de empleo.
Por eso habían dejado sus tierras, sus cultivos y sus casas. Aunque ciertamente se sentían a gusto en su espacio natural, no podían vivir allí. Unos me dijeron que cuando llovía los animales se les ahogaban y que perdían las siembras. Otros, que no había hospitales, así que cuando alguno se enfermaba la pasaban muy mal. Y otros, que la delincuencia los azotaba.
Era por eso que, buscando una mejor vida, se habían venido a vivir más cerca de la ciudad.
Pero esa mejor vida sigue siendo esquiva. Porque aquí tampoco tienen atención médica, no cuentan con agua potable y también la pasan muy mal.
Es como si cargaran la tragedia a cuestas.
Eso lo pensé por la historia de Magnolia Pérez.
Cuando conocí a esta warao de 19 años, tenía cuatro hijas, una de ellas recién nacida. Se había desplazado con su familia en noviembre de 2021: viajaron Magnolia, quien todavía estaba embarazada; su esposo (Franklin Zapata, de 25 años), y las tres hijas (Verónica, Alexandra y Francelys), desde los caños del Parque Nacional Mariusa, en el estado Delta Amacuro, hacia Barcelona.
Llegaron a la zona rural del municipio Simón Bolívar de Anzoátegui, parroquia Naricual, sector Valle del Neverí, donde habitan 22 familias waraos, con un total de 94 indígenas, de los cuales 42 son adultos y 52 son niños. Esta comunidad no es nueva: algunos waraos tienen más de 10 años asentándose en esta zona, a las orillas del río Neverí, en casas construidas por la gobernación. Sin embargo, la asistencia estatal a esta población indígena en situación de vulnerabilidad ha sido muy escasa. Los alimentos que reciben de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP) y de la Fundación Programa de Alimentos Estratégicos (Fundaproal) son insuficientes: por ejemplo, llegan 6 pollos que deben ser repartidos entre las 22 familias. Por ello, se ven obligados a comer demasiadas harinas; pescados muy pequeños (que tienen más espinas y escamas que carne); y pasta con carapachos de pollo.
Francelys, una de las hijas de Magnolia, se enfermó. Estaba delgada, muy delgada. Cada vez que iba, la notaba más flaca. Para mí, era evidente que estaba gravemente desnutrida. Yo los escuchaba con respeto, pero los padres, creyentes de lo mágico-religioso, me decían que era que a su niña le habían echado un daño.
Toqué algunas puertas. Me reuní con una representante del Instituto Autónomo de la Secretaría de los Pueblos Indígenas del estado Anzoátegui —ella había visto la labor que yo venía haciendo para visibilizar comunidades vulnerables y quería conversar conmigo— y le expliqué lo que ocurría con esta comunidad a la que visitaba.
Y, desde luego, le hablé de Francelys.
Pero no pasó nada. O, mejor dicho, pasó lo peor.
Magnolia, como otras mujeres del sector, salía con sus hijos a mendigar en los semáforos, mientras su esposo trabajaba esporádicamente haciendo cualquier cosa para recibir por pago unos cuantos víveres.
Al terminar de pedir, los waraos suelen reunirse en los alrededores de la plaza San Felipe, en Barcelona, para tomar un autobús de regreso a la zona rural. El 29 de enero de 2022, yo pasaba por ahí y me acerqué a saludarlos. Vi a Magnolia y a su esposo. Estaban llorando. Me dijeron que la niña estaba mal, muy mal. Y sí, la vi bastante demacrada, deshidratada, con la piel tostada por el sol.
Comencé a hacer llamadas para llevarla al médico, pero el papá me decía que no valía la pena porque ya estaba agonizando.
Y era verdad: apenas minutos después, la niña falleció en los brazos de la madre.
Se la llevaron a un ambulatorio y le hicieron una autopsia.
Me contaron después que en el informe que les dieron decía que la causa de fallecimiento había sido una desnutrición severa.
Nadie me contó esta historia. Yo estuve ahí. Vi morir a esa niña, fui a su funeral. Por eso, porque conozco el sufrimiento de esta gente, sigo haciendo lo que puedo por ayudarlos.
Una ONG me contactó para iniciar, en febrero de 2022, un programa de apoyo nutricional. Les entregan suplementos alimenticios y les hacen seguimiento. Ojalá que sea suficiente para que no vuelva a ocurrir un desenlace como el que le tocó a Francelys.
Es, para mí, un pequeño atisbo de esperanza.
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